Ensayo ganador del Premio Ensayo Latinoamericano, Proyecto Hermenéutica, 2013, Argentina1
"...Cada siglo, teniendo su misión peculiar, quiere tener también su filosofía peculiar. Porque aún cuando la filosofía es una en todos los tiempos y países, pues que la verdad es una en todos los instantes y en todos los lugares, hay, sin embargo, momentos y lugares en que la filosofía se ocupa exclusivamente de la indagación de ciertas verdades que importan a ese momento y a ese lugar, por medio de cierto método, de cierto proceder, que es el que conviene a la verdad en investigación; y de aquí es que la filosofía se divide ciertas épocas, que la costumbre ha hecho que se llamen filosofías diversas; es así como se llaman filosofía griega, oriental, francesa… a los distintos ramos, a los distintos momentos de una misma e idéntica filosofía”. J. B. Alberdi, 1838.
¿Existe una filosofía latinoamericana como tal? ¿Qué forma tiene o debería tener? Estas preguntas me servirán como disparador para reflexionar sobre un aspecto de la filosofía que muchas veces termina siendo ignorado: sus vinculaciones con un tiempo y espacio particulares. Me interrogo sobre el filosofar latinoamericano porque es algo que me afecta de manera personal, ya que es la parte del mundo en la que me tocó nacer y vivir. Pero un francés, inglés o estadounidense podrían interrogarse del mismo modo: ¿hasta qué punto el mero gentilicio basta para reunir y dar existencia a los caracteres propios, peculiares, distintivos que tendría un tipo de filosofía?
Es que la filosofía aparece siendo a la vez una y muchas: discurso con pretensiones universales, pero indefectiblemente atado a un lugar y tiempo precisos. Preguntarse por la existencia de un “filosofar americano” implica razones prácticas, por no decir políticas; escogí la cita de Alberdi para iniciar este trabajo porque él acaso sea el primero de estas regiones en meditar sobre la cuestión. Sus consideraciones están claramente teñidas por el furor emancipatorio de la Revolución de Mayo: preguntar por el ser de una filosofía no es otra cosa que preguntar por su deber-ser.
Este ensayo no estará guiado por un afán histórico o descriptivo; no me interesará recopilar líneas de “pensamiento latinoamericano”, con sus semejanzas, diferencias, preocupaciones, disputas. Me interesará analizar la actualidad de la filosofía en este tiempo, en este lugar, ligada a lo que es hoy el filósofo, mal que le pese: esto es, un profesor. El lugar de la filosofía en tanto disciplina académica; su tiempo, en tanto problemáticas que esta disciplina impone. Antes de indagar por el deber-ser de un pensamiento regional o nacional, es preciso interrogarse críticamente por el sujeto filosófico que lo realiza. Antes de llegar al plano continental, antes de señalar las implicaciones políticas, éticas, revolucionarias, reaccionarias de un pensamiento, es preciso examinar el ámbito cotidiano del filósofo, más profano, menos épico: la universidad.
Se trata de saber si es posible una filosofía latinoamericana contemporánea que signifique algo más que la producción filosófica de un autor vivo nacido en estas latitudes. ¿La pertenencia espacial, es solo producto de la nacionalidad de quien escribe el texto?, ¿y su pertenencia temporal, solo de la edad del autor?
Por las propias características del discurso filosófico, resulta difícil imaginar una filosofía limitada por cuestiones de pasaportes o fronteras. Se trataría entonces de una cuestión de contenido; la clave estaría en los objetos que toma como propios y como su ámbito de operación (el ser, el conocimiento, el lenguaje, el mundo, la conciencia, por citar algunos de los más conocidos y relevantes) esto es: conceptos que se encuentran en perpetua danza en la tradición occidental y que así esquivan referencias personales, geográficas, y temporales. Los temas hermanan aquello que los lenguajes y las biografías dividen. Pero no niego aquí la existencia de tradiciones filosóficas nacionales. Planteada la dialéctica que expresa la cita de Alberdi, la filosofía se reconoce como una (en tanto obra humana), aunque se divida en muchas. Las fronteras del pensamiento no serían civiles, sino estrictamente racionales; la filosofía levanta también muros, menos políticos que teóricos, metodológicos, o discursivos.
La dimensión temporal parece ser otra barrera que se niega a reconocer. Admitamos que todo pensamiento está fechado y situado. Pero quienes hacen filosofía suelen rechazar los intentos de historización. Sin caer en el extremo de la identificación hegeliana de la filosofía con su propia historia, las historias de la filosofía que los estudiantes aprenden en la academia (y que los filósofos formados han incorporado) poseen una tendencia internalista: poco de historia y mucho de filosofía. Cada autor es un mojón de una Gran Epopeya del Pensamiento que se explica por el desarrollo de su dinámica propia. Cualquier elemento “externo” (económico, sociológico, cultural) será visto con sospecha, excluido, y abandonado finalmente a las ciencias sociales. Deleuze, citando a Nietzsche, dice que el filósofo es una flecha arrojada por la naturaleza que queda colgada en algún sitio. Otro filósofo la recoge para volverla a lanzar en otra dirección. Según esta imagen, los filósofos se responden entre ellos, manteniendo un diálogo de siglos. Este relato nunca me ha convencido del todo; tendré que referirme necesariamente más adelante a él si quiero llegar a responder a algunas de las preguntas planteadas en el inicio.
La primera cuestión me llevará a recorrer los caminos del espacio de la filosofía; la segunda, a indagar en los problemas asociados a su historia. Pero -anticipo el final- ambos se encontrarán necesariamente en la figura del filósofo, que es quien presta su voz y cuerpo, su experiencia, su vida, para realizar la filosofía, esto es: volverla real. En el fondo, es este y no otro mi punto de interés. Preguntar por el carácter territorial y temporal de un pensamiento no es más que un modo de llegar a la persona de carne y hueso que decide lanzarse a reflexionar y escribir sobre determinados temas, con determinadas palabras, en un determinado tiempo y lugar. En el caso presente, entonces, las preguntas arriba planteadas se resumirían en una sola: ¿Qué implica ser un filósofo latinoamericano del siglo XXI? Otra vez, la respuesta aquí no podrá ser una descripción objetiva (quizá imposible de encontrar) sino prescriptiva. Y desde ya, mi orientación no tomará el carril moral y político de señalarle al intelectual el compromiso con la realidad e historia de su pueblo, sino que intentará más bien ser una mirada introspectiva a la propia práctica filosófica y su primer lugar, la academia, paso que creo necesario para luego, quizá, extramuros del claustro escolar, encontrar un segundo lugar, nación, patria, continente.
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Cualquier manual que recopile la historia de la filosofía antigua mencionará que las distintas escuelas de pensamiento deben su nombre a los lugares que servían de escenario al filosofar. Los bosques de Academ donde reflexionaba Platón son el origen de su “Academia”; el Liceo en donde paseaban los peripatéticos surge de la cercanía con el templo de Apolo Licis; la Estoa (pórtico) en la cual Zenón de Citio enseñaba; Epicuro y sus filósofos del Jardín… Así, patios, escuelas, umbrales, jardines… lugares abiertos y cerrados, cotidianos de la Atenas de aquel tiempo, sirvieron de primera escenografía a esta nueva forma de hablar y reflexionar recién nacida. Podremos seguir encontrando referencias geográficas: los lógicos de Port-Royal, la escuela de Frankfurt, el círculo de Viena... Los lugares siempre han resultado un signo útil para designar una línea filosófica. Quienes hacen filosofía nunca han sido conciencias puras que meditan en el limbo, sino individuos en sociedad, con determinadas inclinaciones y limitaciones, deseos, vicios, hábitos.
No es lo mismo filosofar en un jardín, dejándose llevar por los olores y colores de las flores, que hacerlo en pantuflas al calor de la chimenea hogareña, o en una abadía, catacumba, o prisión, por citar algunos de los sitios famosos donde grandes nombres concibieron y produjeron sus obras. El espacio -no entendido como forma pura de la intuición- sino como el lugar preciso en donde alguien se decide a pensar y escribir no puede resultar ajeno a la obra producida. Por eso al interrogar sobre las condiciones de posibilidad de cualquier pensamiento regional o nacional, el primer hecho a considerar es la experiencia particular que el intelectual tiene de su espacio, en donde nace y se despliega su filosofía.
Parto de una constatación: el filósofo contemporáneo es un profesor universitario. Aunque “filósofo” quiera significar, social y culturalmente, algo más que un mero docente, y pretenda tener una dignidad más elevada, no es posible pensar, hoy, una filosofía por fuera de los márgenes y reglas que impone la academia. Sin negar la existencia de filósofos que piensen y actúen por fuera de la universidad, señalo que la academia, aún negada, es parte de su discurso. La filosofía, bien entendida, implica reconocer ciertas reglas que impone “la escuela” (sea cual fuere). Incluso para vulnerar esas reglas, es preciso antes conocerlas bien. Los grandes apellidos que se han consagrado a la filosofía del último siglo, sea cual fuere su nacionalidad, han tenido experiencia docente, o se han formado en una universidad. Más o menos ortodoxos, más o menos iconoclastas hacia la profesión y sus instituciones, Husserl, Sartre, Heidegger, Adorno, Foucault, Derrida… y el lector podrá agregar el nombre que más le guste a una lista interminable, fueron paridos por una facultad, vivieron un lapso breve o toda su vida a expensas de ella, decidieron defenderla o combatirla. La “Academia filosófica” (entendida aquí en sentido abstracto, sin distinguir diferencias “nacionales” de tradición) es una referencia dominante a la cual todo filósofo debe comparecer si quiere ser reconocido como tal. Hay una colección de autores que no puede dejar de conocer; textos que debe saber interpretar correctamente; un lenguaje técnico que es preciso dominar para ser tomado seriamente en cuenta; líneas de pensamiento que no debe confundir; gestos, conductas, posturas, en fin, toda una verdadera cartografía institucional de la filosofía que funciona atravesando las fronteras, y le permitirá ubicarse, con mayor o menor suerte, según sus aptitudes y capacidades, en una posición más o menos cómoda, más o menos tradicional o revolucionaria. Desde este punto de vista, la unicidad actual de la filosofía emanaría menos del carácter universal de sus inquietudes (que atienden a la humanidad como un todo), que de la institución académica de la cual el filósofo de profesión ha surgido.
No estoy condenándolos por ser docentes, como si ello les quitara mérito (sabemos muchas veces que el título “profesor de filosofía” es utilizado peyorativamente para “bajar de categoría” a un filósofo). Aunque cueste reconocerlo, el campo de acción del filósofo no es otro que la clase: la lección, lectio, lecture. Bourdieu -filósofo renegado, convertido en sociólogo- señala la confusión que engendra este hecho, “ilusión escolástica” que hace que el profesor confunda el comentario académico con un acto político o la crítica de los textos por una manifestación de resistencia.
La tradición marxista ha combatido, desde los mismos Marx & Engels, esta posición contemplativa del filósofo-docente. Enredado en una “batalla de frases contra frases”, olvida que “el arma de la crítica no puede suplir la crítica de las armas”, que en el “principio estaba la acción”, y que el mundo debe ser transformado y no solo interpretado... No obstante, más allá de la oposición, ya clásica y trillada, que pueda establecerse entre teoría y praxis, (privilegiando a uno u otro término, negando la dicotomía o conciliando opuestos) lo cierto es que el filósofo contemporáneo, como hijo de un espacio social particular llamado universidad, actúa en y en relación a este espacio, del que no puede sustraerse sin perder casi todos sus oropeles filosóficos.
La experiencia que el filósofo posee es la que provee la lección, la cátedra que brinda o presencia en la universidad. Sea sujeto activo o pasivo, hablante u oyente, los pasillos de la facultad le sirven de escenario, más allá de que luego encuentre otras audiencias, en un bar, en una conferencia, en los medios de comunicación. Y aquí sí entran en consideración las diferencias específicas que marcan la realidad social de “la Academia” -que antes dije era un término abstracto e igualador, que una vez conocida sus reglas y sus regiones, permitía al filósofo, esté donde esté, saber moverse en un espacio-; ahora diversificada en “las academias”, con toda la carga empírica que distingue y distancia a las distintas instituciones, ciudades, países, continentes.
Si bien a nivel de contenidos, un argentino y un francés pueden tener intereses parecidos, una jerga compartida y una visión similar sobre los objetos y objetivos de su disciplina, lo que hace que reunidos en un seminario sobre su autor favorito puedan parecer amigos de toda la vida –incluso en la disidencia-, su experiencia en tanto estudiantes-docentes (la otra cara del “filósofo formado”; su verdadera cara) es necesariamente distinta. Aquí aparece el valor distintivo de la geografía, del espacio físico del filosofar. Aunque se lean los mismos textos, las mismas frases, los mismos comentarios: ¿puede resultar idéntica la formación de un filósofo habituado a estudiar en un edificio viejo, en plena ciudad, cercano a todos los vicios y miserias, que otro que muestra su credencial, penetra un enrejado y acelera su automóvil para acceder a un campus aislado y selectivo?
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Varias veces en los párrafos anteriores mencioné la palabra experiencia, concepto caro a la historia de la filosofía. Es que la creo clave a la hora de pensar la diferencia específica que hace al filósofo, porque esa experiencia irrepetible e inigualable vivida en cada espacio, es lo que da, al fin y al cabo, la marca de origen a una filosofía. (La marca de origen “moral” que lleva todo pensamiento marxista, por citar un ejemplo, ¿hubiese existido si el joven Engels, hijo de un algodonero renano, no hubiera experimentado con sus propios ojos, nariz y oídos la incipiente miseria capitalista de Manchester?)
Hay un pasaje de la Investigación sobre el conocimiento humano de Hume que siempre me pareció perturbador. Se trata de un momento del texto en el que Hume analiza los conceptos de necesidad y libertad, desde su perspectiva empirista-escéptica. Allí, al referirse a la “necesidad” en el orden de las acciones de los hombres (que Hume identifica con la uniformidad de la conducta humana), aparece el ejemplo del condenado y su carcelero: “Un prisionero, sin dinero ni influencias, reconoce la imposibilidad de huir cuando considera la inflexibilidad del carcelero, tanto como cuando considera los muros y barras por los que está rodeado; en todas sus tentativas de libertad, prefiere trabajar sobre la piedra y el hierro de las segundas, que sobre la naturaleza inflexible del primero.” El pasaje es contundente: es más sensato depositar las últimas esperanzas en un objeto inerte que en un ser humano que suponemos libre, con racionalidad y sentimientos. “Al ser conducido al patíbulo, el mismo prisionero prevé su muerte, tanto en virtud de la constancia y lealtad de los guardianes, como en virtud de la operación de la rueda y el hacha.” En la misma serie se confunden hechos de orden físico y moral; se señala con veracidad la sensación que en tal situación límite se presentaría (ni el más humanista de los hombres confiaría en la bondad del verdugo como última carta de salvación) y se coloca negro sobre blanco lo previsible que es la conducta humana en sociedad, tomando como ejemplo la circunstancia crucial que significa la obligación de matar a un hombre. (De aquí la fuerza que tienen los contra-ejemplos, más literarios que reales; en la literatura vernácula, pienso en la “conversión” de Cruz cuando decide no apresar al gaucho Fierro.)
Más allá de que esta “jaula de hierro” de la naturaleza humana en la cual encierra Hume nuestra conducta sea menos natural que histórica, producto de la interdependencia de los hombres en sociedad (el mismo Hume lo reconoce en parte), cito este ejemplo extremo para poner de relieve la fuerza casi irresistible que genera la experiencia, la costumbre, el hábito. Solemos creer que nuestras acciones resultan de una decisión libre y voluntaria, racionalmente juzgadas. Se supone que un profesional del pensamiento es quien más propenso se encuentra a la deliberación, a dejarse influenciar por su razón. Pero el filósofo, así como el carcelero o el prisionero, vive en sociedad, y también tiene una vida cotidiana. Y aunque suene una perogrullada decirlo, lo recalco porque es la misma filosofía la que ha excluido esta vida cotidiana de sus consideraciones conceptuales.
Pero cuando aquí digo vida cotidiana, no me estoy refiriendo a las condiciones básicas de existencia, ni a la intimidad del filósofo y su familia, a sus almuerzos, cenas, reuniones, a sus aventuras amorosas, etc. sino me refiero a la única vida cotidiana que importa, la de la academia: las charlas de pasillo, las lecciones, los cafés, los cursos, las conferencias, los debates, los papers, los ensayos… Es ella la que marca la experiencia diaria, intramuros a la propia academia, y que ésta excluye de derecho, imaginándose como un lugar inteligible, virtual, un espacio mental que compartirían el inglés y el español, el francés y el argentino, por fuera e independientemente de sus realidades locales, de lo que significa, día a día, con sol, lluvia o nieve, levantarse y movilizarse por la ciudad o por el campo para llegar a un edificio recoleto o maltrecho, para “ir a clases”.
Celebrar el concepto de experiencia peligrosamente me puede llevar a un sitio en el que no quiero caer: la experiencia personal, la vivencia. Nuestras sensaciones son exclusivamente nuestras. Si es así, tenía razón Marlow, el personaje de El corazón de las tinieblas de Conrad, cuando en medio del viaje por el Támesis y ante la imposibilidad de narrar fielmente su experiencia en África, concluía con pesimismo: “Vivimos como soñamos, solos”. Hay algo incomunicable, una experiencia pura, muda: nadie verá jamás con mis ojos. Pero mis ojos, en tanto órganos fisiológicos que transmiten sensaciones, ¿acaso son lo más importante? Observo desde una posición, desde un lugar, y ese lugar está habitado por otros como yo. Es compartido por un grupo. La experiencia es personal, pero también colectiva. Hay una experiencia de clase, de grupo, más allá de las sensaciones que cada intelectual pueda percibir cuando se sienta al teclado a escribir. Lo que quiero resaltar es precisamente esta experiencia compartida, que encuentra en el espacio uno de sus orígenes; en tanto estudiantes, en tanto profesores, en tanto filósofos, compartimos un espacio. Una “comunidad académica” que es más que una mera entidad burocrática-administrativa que gestiona y mantiene los intereses de un cuerpo profesoral público, brazo ideológico del Estado –desde una visón materialista- pero que tampoco puede describirse –desde un enfoque idealista- como un “reino de los fines” (por usar una expresión que el propio Bourdieu utiliza para ironizar sobre la comunidad científica), donde solo contaría la búsqueda noble y desinteresada del conocimiento.
Preguntarse por el filósofo latinoamericano entonces, implica preguntarse por el lugar en donde emerge. Así dicho, “Latinoamérica” es un término tan abstracto y vago como “Academia” o “Filosofía”. No hay una filosofía latinoamericana, así como tampoco hay millones, una por cabeza que piensa. El colectivo latinoamericano no es unívoco (como tampoco lo es argentino, ni español, ni ningún gentilicio), a pesar de lo que ciertas historias -con un matiz un tanto mítico- quieran hacernos creer. Creo es hora de pasar a la segunda cuestión planteada: la pertenencia al tiempo.
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Cada vez estoy más convencido de que no es posible escribir una historia de las ideas obviando una historia de las universidades. El filósofo es un producto social antes de ser un producto filosófico. La filosofía tiende a la tautología cuando quiere explicarse a sí misma: la historia de la filosofía es una historia filosófica, que encuentra en ella misma su principio explicativo. Esta narración dominante que la disciplina se ha forjado, a pesar de los matices particulares, es bastante uniforme. Lo que importa ante todo es el desarrollo de las ideas. Según esta imagen, el filósofo puede ser descrito con el célebre soneto de Quevedo: un autor en soledad, que acompañado de doctos libros, vive en conversación con los difuntos, escuchando con sus ojos a los muertos.
La única influencia que interfiere en la meditación del filósofo es la palabra de otro filósofo, preferentemente muerto. Así, se va conformando un árbol genealógico de ideas; cada uno mantiene un diálogo de décadas o siglos con otros pensadores, retoma una pista dejada por el anterior, se aferra a un problema irresuelto, despliega una consecuencia indeseada, adapta un concepto, supera una contradicción... Deleuze, como cité al inicio, usa la imagen nietzscheana de la flecha; Adorno, la de la botella lanzada al mar. Según esto, no es difícil hacerse un cuadro de la filosofía como una producción casi anónima, donde cada cual, en soledad, dialoga con otro que antes le allanó el camino, desconociendo quién le seguirá en la misma tarea. Cada autor es un punto de una historia de la disciplina que, por el carácter abstracto de los objetos con los que trabaja, crea la ilusión de continuidad: “X” prosigue el trabajo de “Y”, aunque entre ellos haya tres siglos de diferencia. Cada filósofo, así, tendrá una doble audiencia, presente y futura: escribe para los contemporáneos que lo leerán, pero también para la posteridad filosófica, para aquellos que en algún momento –y por alguna misteriosa razón- desclaven la flecha del suelo y la vuelvan a lanzar, o encuentren aquel mensaje dejado en una botella perdida.
Pero volviendo a lo central, ¿qué señala la pertenencia de un filósofo a su tiempo?, ¿cuál es la marca de actualidad de una filosofía?, ¿basta contar con la juventud para ser portador de una nueva filosofía? ¿Las nuevas generaciones de filósofos per se traerían consigo la novedad? Aquí otra vez aparece la noción de experiencia. Vivir aquí y ahora, en determinado tiempo histórico y determinada sociedad, es el hecho irrepetible, irreductible, inaccesible a cualquier filósofo del pasado o del futuro. Pero si seguimos lo dicho más arriba en relación a los lugares y la academia, cabe preguntarse quién marca la “agenda” filosófica. ¿El mundo “exterior”, o este mundo “interior” de la filosofía? El estado actual de la disciplina en sus distintos lugares -la cartografía institucional- señala líneas de pensamiento, tradiciones, métodos, que cada aspirante puede recoger para comenzar a formar su “carrera”. El tiránico orden del concepto que domina la disciplina hace que la historia filosófica desplace completamente a la historia social. De este modo, el mundo actual pierde sus problemas, desde el momento en que son sublimados por la disciplina y reconvertidos en un material apto para una tesina.
Pero en el temario de inquietudes de los tiempos presentes, ¿cuáles son los que merecen nuestra atención filosófica? En la era posmoderna, posfordista, posmarxista en la que se supone vivimos y escribimos, ¿son Internet, manipulación genética, cyborgs, sociedades de control? ¿Hacia allá vamos? ¿O todavía nos resta explicar por qué la juventud española masivamente ocupa una plaza, los árabes se inmolan, los japoneses se suicidan al fallar un examen, griegos y londinenses incendian sus ciudades? Menciono a propósito estos hechos recientes que poco tendrían que ver con “la filosofía” tal como la entienden las academias para descubrir si efectivamente el filósofo puede hablar de cualquier tema –amparado en las armas universales con las que está pertrechado su discurso- o debe, con modestia, remitirse a las abstracciones que produce su disciplina.
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Señalé que el punto central de estas páginas sería el sujeto filosófico, la persona de carne y hueso que realiza aquello llamado filosofía. La crítica que esbocé no puede ser otra cosa que una autocrítica: será vana la tarea del historiador, antropólogo o sociólogo, si el propio filósofo no posee el coraje suficiente para mirarse a sí mismo, y criticar su propia disciplina a través de una crítica de las herramientas que ésta le provee. Este gesto, que puede sonar nimio, porque se supone que el filósofo está más que habituado a criticar (es su trabajo), es en realidad de los más radicales. El opuesto del concepto de “verdad” no ha sido nunca la mentira, la falsedad, el olvido, ni la apariencia; la verdad encuentra su némesis en el interés. En el mundo capitalista en el que vivimos, lo que más nos aleja de alcanzar la verdad (y lo que hace que proliferen varias verdades) no son impedimentos de tipo ontológicos o sensoriales, sino los intereses que tenemos en tanto miembros de una sociedad. Siempre me pareció el colmo de la ingenuidad filosófica aquella frase de Habermas que señala la “coerción sin coerciones que ejercen los buenos argumentos”. Aplicada al parlamentarismo –como él hace- ignora el sinfín de intereses ajenos a la “razón” que movilizan las decisiones de los legisladores; pero aplicada incluso al discurso filosófico, ignora las condiciones particulares de la vida universitaria y la posición del académico. Ni siquiera los mejores y más racionales argumentos nunca convencen a nadie que no esté dispuesto a aceptarlos. La nobleza teórica, incluso en la disciplina que se rige por la aplicación de fundamentos racionales, es la excepción (vale recordar el coraje de Frege, al aceptar el argumento de Russell que echaba por tierra la obra de su vida).
Pero ciertos filósofos, de alguna u otra manera, saltan los muros de la academia e intervienen, con más o menos notoriedad pública, en la sociedad y sus problemas; aquí hay un cambio de rango, aparece el intelectual, término genérico asociado innegablemente a la lucha política. El filósofo será siempre más influyente dentro que fuera de la universidad. Al salir, su papel se diluye entre el de periodista, divulgador, ensayista, asesor político, polemista de ocasión; dentro de ella, conserva todo su valor y prestigio teóricos, pero su rol se confunde con el de profesor. Al filósofo en tanto intelectual se le exige algo más que su mera labor erudita; se le exige que supere su “esencia”. Una vez fuera de la academia, las opciones tienden a multiplicarse hasta el infinito. ¿Cuál será la tarea del intelectual en este tiempo? ¿Escribir libros, ensayos, columnas dominicales? ¿Participar en debates televisivos? ¿Disparar un fusil? ¿Firmar un petitorio? ¿Dar sustento teórico a una revuelta popular? ¿Ser un “indignado” más en Wall Street o un militante defensor de Wikileaks? Lo único que parece ser cierto es que ante el complejo mundo que se nos presenta, y que es preciso observar con ambos ojos, sin reticencias, pensar en soledad no alcanza. Aquí otra vez toma importancia la noción de experiencia compartida. Si analizamos el “caso Dreyfus” –verdadero punto de eclosión del intelectual en sentido contemporáneo- vemos que es el carácter “colectivo” lo que le da fuerza a los intelectuales como actor social, por encima de sus prestigios singulares.
Sabemos que es posible hacer cosas con palabras. Una frase, dicha en el momento justo, puede salvar una vida. Las palabras tienen poder. Una frase podrá estremecer el mundo, pero el mundo no está hecho para concluir en un hermoso libro, ni mucho menos en una hermosa teoría. No pretendo que estas páginas sean leídas como una diatriba hacia la Academia; sí quizá contra el academicismo que ella incuba. No hay que temer vulgarizar al filósofo y a la filosofía, quitarle el manto de solemnidad que cubre a sus objetos, preguntarse hasta qué punto vale la complejidad de sus palabras, en fin, activar la risa: la verdadera filosofía se burla de la filosofía, decía Pascal. La risa era considerada, por los filósofos medievales, como un proprium del hombre, rasgo derivado de su racionalidad: el hombre es pasible de risa porque “se da cuenta”. Interesarse por el lugar y tiempo del filosofar -e incluirlos dentro de ese filosofar en lugar de excluirlos- quizá sea el primer paso para tomar conciencia de nuevas tareas. La solución no pasa por renegar de la academia, porque hoy, fuera de ella, la filosofía se disuelve; la tarea crítica necesariamente les corresponde a los propios académicos. Por eso, antes de preguntarse por la misión –política- del filósofo latinoamericano de hoy, es preciso criticar su misión académica. Si el profesor sale de la universidad, y continúa siendo un profesor, replicará todos sus vicios académicos. Los particularismos del filósofo latinoamericano emergerán antes del sitio en el que se formó que de cualquier arraigamiento a un suelo y una tradición.
No hablo de gestas heroicas, no sé si habrá de endurecerse sin perder la ternura; apenas tendrá que mirarse un poco el ombligo, de manera menos filosófica, para entender mejor lo que pasa a su lado: todo aquello que no es filosofía. Con la ilusión de estar pensando el futuro, de ser el paroxismo de radicalidad, quizá esté corriendo el riesgo de darle la espalda al mundo. La historia, y aun el conocimiento de ella, se han construido menos en las aulas que en las calles. En los orígenes de la ciencia moderna no aparecen los doctores de Oxford y Cambridge sino los artesanos y navegantes de Londres. Mientras en las abadías se traducía y comentaba a Aristóteles, en las ciudades los comerciantes daban nacimiento a un nuevo mundo del cual los filósofos no tenían idea (podríamos decir, humeanamente, porque no tenían experiencia). Mientras sea la academia quien presida la sesión en la cual la filosofía ha de exponer sus razones y argumentos, poco podrán hacer sus representantes por alcanzar un juicio verdaderamente justo.
Escribí este ensayo a fines de 2013. Pasado cierto tiempo, uno lee con ojos nuevos, como si el texto no le perteneciera. El ensayo tiene el mérito –y el defecto– de estar plagado de referencias cultas. Tal vez en un punto en el que las citas arman sistema, y por lo tanto son menos fastidiosas. Hoy, creo, ensayo de forma menos pretenciosa.
Recibí como premio un sobre con $1500 pesos en efectivo, que en la Argentina de hoy no alcanzaría ni para un café, pero hace una década era el equivalente a cien dólares. Fue la primera vez -y la última- que gané dinero con un texto literario.
Trata cuestiones que me siguen siendo relevantes, y no han perdido actualidad, como el vínculo entre la academia y la filosofía, el rol del docente y del intelectual. Curiosamente –no lo recordaba, porque no es de mis lecturas de referencia– el texto inicia con un epígrafe de J. B. Alberdi, pensador demasiado nombrado pero poco leído en la Argentina “libertaria” actual.